En mi tierna infancia estuve rodeado de wasichus, de rostros pálidos. No era Elche precisamente un crisol de etnias. Nuestro horizonte cultural era más bien monocorde, aburrido (entendiendo el aburrimiento y la diversión como lo entiende San Agustín en su opúsculo “De Institutione Caenobiarum”).
Mi primer contacto con algo distinto a una cosa como yo, fue gracias a mi debilidad por el pecado de Onán (según cuentan las crónicas ya rendía pleitesía al susodicho a la edad de siete años). Andaba servidor como loco buscando algún referente gráfico para alimentar mi afición: alguna glándula mamaria poco cubierta por un escote palabra de honor, un muslo olvidado en algún catálogo de lencería, un atisbo de entrepierna en los límites de la faja Soras (¡Qué faja tan encantadora!). Era difícil, muy difícil en aquel tiempo encontrar algo que llevarte a los ojos que te pusiera (aunque la verdad es que yo me ponía a veces con cualquier cosa). En California, en las Francias, todo el mundo haciendo el amor y no la guerra y nosotros no podíamos ni siquiera inspirarnos la visual para luego ejercitar el toque de la zambomba...
Y de pronto ¡oh milagro!, mis tatas me regalan un libro: “Razas Humanas”. En él dejaron pasar los censores ciertas fotografías que -pensaron- no atentaban al pudor porque eran de indígenas negras y es que ¿qué especie de sádico zoofílico sería capaz de excitarse mirando la desnuda anatomía de una representante de la tribu somba?. Yo. Y demostré mi degeneración (que en realidad era un germen antirracista) homenajeando durante mucho tiempo, por turnos o por tandas, a una mujer de la tribu iraqu, una nativa del Alto Volta moliendo el grano, unas muchachas del pueblo venda, y a mi prefe: una angoleña que quitaba el sentío.
Unos años más tarde, saliendo de Benarés, un santón sentado en un cruce de caminos me dijo que el dualismo suele ser la inevitable consecuencia de la crisis, la que nace de la confrontación entre la unidad trascendental y el mundo del devenir (del samsara)*. Me lo creí todo porque iba de lisérgico hasta las meninges y me quedé con él cuatro días hasta que, no sé quién, me arrastró al consulado para que me repatriaran.
Después un indio paiute me enseñó a mirar pasar mis pensamientos como quien está sentado bajo un alerce mirando pasar el río, y a utilizar la sonrisa del ciervo en las circunstancias que se requiriese, y a preguntar en la boca de la cueva. Y sólo por 2500 pesetas.
Y en Marruecos la familia de Hanane nos regaló con la más espléndida y desprendida hospitalidad, con sus sonrisas, con su alegría, con el suave sentido del tiempo de su cultura.
Pero he de reconocer que donde más he recibido, donde he visto la luz, ha sido en esa reserva espiritual que tenemos en Elche y que es el Barrio de los Palmerales. Fuí allí a dar clase al Centro Juvenil enmedio de una de las crisis que me produce la enfermedad crónica que padezco: la enfermedad del bolero (ansiedad, angustia, desesperasión). Las clases me las impartieron ellos, no salí curado, pero aprendí mucho, me dieron mucho, hasta un nombre: “Najabao” (no os diré qué significa, es secreto), me sentí querido, admitido por la tribu, yo que andaba acostumbrado a que me ningunearan, a que me negaran tres veces ...
En fin, que veo ahora Elche tan multicolor, tan multicultural como se dice ahora, tan rico en diferencias, árabes, ecuatorianos, salvadoreños, congoleños, guineanos, rumanos, rusos, tan felices todos con su identidad a cuestas (¡Qué cambio desde mi infancia!)Sí, los veo tan felices con su identidad a cuestas que una vieja reivindicación se me remueve en las vísceras. ¡Apelo a los investigadores de nuestra nunca suficientemente bien ponderada Universidad Miguel Hernández!. Respeto y aclamo el derecho a las operaciones transexuales pero ¿y yo? YO SOY UN GITANO ATRAPADO EN UN CUERPO DE PAYO. ¿PARA CUÁNDO LAS OPERACIONES TRANSÉTNICAS?.